En tiempos de Perón, dicen, obtener la residencia en Argentina era cuestión de mostrar la cédula y salir en el día con los papeles. Más cercano en el tiempo, existía un sistema descentralizado en donde el inmigrante podía elegir dónde tramitar sus papeles, y de hecho no se ponían trabas para otorgar el número de seguro social, imprescindible para acceder a un trabajo formal. Desde hace un par de años, no obstante, rige un curioso régimen que se promociona simplificado y accesible, pero obliga en la práctica a que cualquier extranjero con intenciones de radicarse al occidente del Río Uruguay tenga que permanecer en la informalidad por un lapso de entre cinco y seis meses.
Ayer me surgió una posibilidad laboral, para la cual me pedían tan solo que tramitara un número de CUIL, algo así como la identificación ante Anses ("el BPS" argentino). En la oficina me advirtieron que dan 100 números todos los días a partir de las 7 de la mañana, y que sería bastante inteligente de mi parte ir a hacer la fila no menos de una hora antes. A las 4:30 a.m. sonó mi despertador. Apronté el mate y salí en plena noche hacia la oficina pública, a metros de las vías del tren.
El panorama al llegar era desolador; gente tapada con cartones y frazadas, muchos de rasgos aindiados y hasta con algunas criaturas de semanas, con suerte meses. Recorrí la fila desde la puerta de la oficina cerrada a cal y canto, conté 68 personas antes de mí y me senté a esperar, justo donde la hilera humana dobla la esquina. Afuera el frío, el estreno 2011 de la bufanda y los mates casi hirviendo para templar el cuerpo en la larga espera de la madrugada. El silencio lo envuelve todo, interrumpido por un rumor lejano que pronto se transforma en mar de ruidos con la arremetida del tren deteniéndose en la cercana estación de Berazategui. Apenas pasa media hora, la fila crece y ya alcanza otra media cuadra. El 159 y el 300 doblan a una velocidad impensada por las calles angostas del centro, pasando a centímetros de donde duermen sentadas las dos gárgolas que hasta hace unos minutos eran abuelos haciendo la cola.
El mate comienza a lavarse, el tiempo apenas gotea y trato de distraerme jugando en el celular. Un perro se detiene delante mío y me observa. Lo miro y mantiene la mirada a un metro de mí, como queriéndome decir algo. Seguramente sospecha el paquete de galletas que tengo en la mochila. Se echa y vuelve a mirarme, pasa un minuto y se va. Cuando vuelvo a levantar la vista hay un tipo desparramado en la vereda de enfrente. Nadie se mueve. Pasan dos pibes por al lado y se ríen entre ellos. La escena se repite con otros hombres que lo esquivan para no pisarlo.
- Ah tenés sueño, lindo lugar pibe
La gente de la fila ahora sí lo mira, a pesar de sus propiedades aparentemente invisibles. Está en una posición rara y no se mueve. Se acerca una señora y luego un tipo. Nadie hace nada. Un mamado, dice otro. Al rato pasa un patrullero y sigue de largo a ritmo parsimonioso. Una mujer abandona la fila y pide que le avisen a alguien. El patrullero se va y vuelve a los cinco minutos. Baja el policía joven y le habla al tumbado como a un niño que no quiere ir a la escuela. Le hace señas al otro oficial que baja y lo examina a distancia. Habla por celular y rodea el lugar con una cinta de nailon rota que ya fue usada en otra oportunidad. Llega una ambulancia, lo revisan, hacen gestos. La ambulancia se va sin llevarse al que ahora se sabe que está muerto. El policía viejo le pone una bolsa de basura sobre el cuerpo y todo sigue como si nada.
La fila avanza y se moviliza por el morbo, empiezan a oirse comentarios de los que hace horas compartían su vida sin intercambiar una palabra. Uno dice que lo vio caerse solo, otros -la mayoría- que apareció de la nada, como nunca se ven los linyeras a los que se los mira sin ver. Se asoma un vendedor de turnos ofreciendo su lugar en la fila a cambio de $ 40, dice que pasó toda la noche para sacar unos pesos. A él tampoco lo han visto según parece.
Una hora más tarde por fin vino alguien a retirar el cuerpo. En la vereda de enfrente aguardaban para abrir sus locales los infortunados comerciantes, trastocados por ese insalvable escollo. Al retirarse la policía y una segunda ambulancia encargada de trasladar de sitio el problema se oyeron chirriar las cortinas metálicas de los negocios y a sus dueños colocar en su frente los pizarrones de ofertas. Uno de ellos, a diez metros del lugar donde el destino había alcanzado a un tipo dos horas antes, decía lacónicamente "Fiambrería".
Tampoco tuve suerte en el trámite. Pero esa ya es otra historia.
Manuel Rovira
TENGO LA RESIDENCIA DEFINITIVA DE LOS TIEMPOS DE PERON Y SI, ERA COMO VOS DECIS! OJALA PUEDAS RESOLVER TODO RAPIDITO! BESOS
ResponderEliminarAh mi hermano, parece que estuvieras en Montevideo de nuevo....frío, indiferencia, linyeras (pichis), gente pal negocio...Un océano burocratico casi tan parecido al nuestro... Bienvenido.
ResponderEliminar