Recién, mientras bajaba el almuerzo en el laburo, leí el blog de un amigo sobre la propia escritura, las redes sociales y su relación con sus usuarios más bien domésticos, en este caso sus compañeros, contactos cibernéticos y lectores de ocasión. Y pensé en la casi total ausencia de tiempo que hoy dedicamos a nuestros amigos si no es a través de un celular, computadora o similares.
Al margen de lo impersonal de un chat respecto a una conversación cara a cara, al margen de lo frío de un mail en relación a una carta, al margen incluso de cualquier ícono o emoticón con que podamos llenar el páramo de cuadros de texto vacíos de una pantalla: hoy nada nos distancia tanto como lo que nos vendieron pretendiendo unirnos.
Los estados de Msn, luego el Facebook y el Twitter, son herencia de los graffittis y las banderas de nuestra adolescencia. El fin es el mismo: gritar "préstenme atención", "estoy acá", "¡existo!". La exaltación del ego y los pequeños hedonismos hijos de los tiempos modernos -y me siento un viejo utilizando el término- jamás encontraron su complemento natural en forma tan sencilla como a través de esta manifestación más cercana al click que al abrazo.
¿De qué compañera hablamos? pues de la soledad, por supuesto. Del deseo de sentirse querido, de ser alguien en la sociedad infernal de los medios orwellianos donde -parafraseando a Borges- un hombre no es todos los hombres, sino que no es ninguno: apenas un grito de auxilio buscando llamar la atención por encima de las bocinas y los colores de un mundo que cada vez nos pertenece menos.
La reclusión autoinfringida en nuestros propios universos de 71 canales y banda ancha nos hacen sentir más seguros delante del chupete brillante que entre los brazos del ser amado. Y es ahí donde está la paradoja: porque nada buscamos en el fondo sino sentirnos más queridos, asegurarnos el cariño, el aplauso o la admiración del otro; el mismo que se nos dificulta abrazar con la laptop en la falda y el mp3 al mango, tal vez porque encima nos interrumpe el mensaje que estamos mandando a otro reflejo de persona, a otro link con nombre y apellido que busca llenar su vacío con más vacío.
Y le contesto a mi amigo Martín: ¿será por esto que escribimos?
Tal vez
Manuel Rovira
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