miércoles, 15 de junio de 2011

Siete vidas

Su padre cometió un error al ponerle nombre. En un arrebato de inspiración decidió, con la complicidad de su esposa, llamar a su pequeño vástago Luis Máximo. Sí, Luisito Máximo, orgullo de su padre, consentido de mamá, hijo, nieto y bisnieto de Luis Máximo Salazar. Pero lo peor vino después, cuando con el transcurrir de la vida, los partos y las cesáreas nacieron Luis Máximo Segundo, Luis Máximo Tercero y Luis Máximo Cuarto. Claro, qué funcionario iba a negarse a inscribirle a los nenes en el registro del pueblo, si el revólver se adivinaba fácilmente bajo el saco del estanciero catalán. 

El día de su cumpleaños decimosegundo le preguntó a su madre por qué no lo anotaron con otro nombre a él o a sus hermanos, y la respuesta fue simple y previsible: “Porque tu padre así lo quiso”. En el fondo, Luis Máximo sabía que después de horas y horas de trabajo de parto en la penumbra de la habitación matrimonial hubiera consentido hasta que le pusiera Chancleto. Pobre Luisa, soportar las diabluras de los cuatro salvajes que tenía por hijos, pasarse años lavando pañales de tela y cosiendo pantalones de rodillas agujereadas, y lo que es peor, llamándolos histérica al grito de “¡Luis Máximo!” y que acudiese a ella el que justo no había hecho nada malo, o que directamente no viniese ninguno de los cuatro.

Cuando murió Luisa a los treinta y cinco años por una sobredosis de Plídex, Luis Máximo padre compró un salón de fotocopias en Montevideo, y con él se trasladó toda la prole de tocayos, incluido el bisabuelo, que alegó ser tan Luis Máximo Salazar como el resto. La vida de ciudad comenzó a hacérseles problemática: su paso por la educación pública fue una larga y agotadora seguidilla de confusiones y explicaciones en vano, y la primera novia del menor habló con toda la familia antes de dar con el Luis Máximo solicitado la única vez que lo llamó por teléfono, tras lo cual fue internada por sus padres en una clínica psiquiátrica, según se supo después; pero la gota que desbordó el vaso fue cuando coincidieron en el Hospital de Clínicas uno de los hermanos y el abuelo: al veterano lo abrieron dos veces sin encontrarle el apéndice, y Luis Máximo Tercero se quedó sin próstata a los catorce años, y debió ser operado de peritonitis en cuanto los médicos advirtieron el error. Esa misma noche hubo reunión en casa de los Salazar, y acordaron hacer algo al respecto: cada Luis Máximo se mudaría a un barrio diferente, estudiaría carreras distintas y se comprometía a evitar todo tipo de contacto entre sí; asimismo, resolvieron dejarle el salón de fotocopias al bisabuelo, ambos a punto de desaparecer del mapa. A la mañana siguiente, cada uno tomó sus pertenencias y abandonó la casa tras despedirse de los otros Salazar, sin un rumbo claro pero con la firme determinación de cumplir lo pactado.

Efectivamente, jamás volvieron a verse.

Esta es la verdadera historia de los Salazar; sin embargo, para el resto de Montevideo la historia es muy otra. Hoy, más de cuarenta años después, Luis Máximo Salazar es un personaje casi mítico de la capital uruguaya. El decir popular narra que en su larguísima existencia fue médico, contador, abogado e ingeniero de sistemas, se dedicó a la apicultura, manejó un taxímetro y hasta tuvo un salón de fotocopias. Su descripción física varía según el barrio, pero todas tienen algunos puntos en común; en lo que sí todos concuerdan es en su solidaridad con los vecinos más ninguneados, a los que, como pocos alguna vez han hecho, ayudó a reafirmar su identidad.

Hace unos meses se supo que una reciente investigación demostró que existen al menos siete cuerpos registrados como el verdadero de Luis Máximo Salazar, por lo que, a instancias del intendente capitalino, se los sepultó en un mismo panteón que cualquiera puede encontrar en el cementerio del Buceo, cuyo epitafio reza sobre el granito: “Aquí descansa Luis Máximo Salazar, doctor, contador, ingeniero, defensor de los don nadie. Hombre múltiple, hombre único”.


Manuel Rovira

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